jueves, 7 de octubre de 2010

Goya y su tiempo


Biografía

Francisco de Goya y Lucientes (Fuendetodos, Zaragoza, 30 de marzo de 1746Burdeos, Francia, 15 de abril de 1828) fue un pintor y grabador español. Su obra abarca la pintura de caballete y mural, el grabado y el dibujo. En todas estas facetas desarrolló un estilo que inaugura el Romanticismo. El arte goyesco supone, asimismo, el comienzo de la Pintura contemporánea, y se considera precursor de las vanguardias pictóricas del siglo XX.

Tras un lento aprendizaje en su tierra natal, en el ámbito estilístico del barroco tardío y las estampas devotas, viaja a Italia en 1770, donde traba contacto con el incipiente neoclasicismo, que adopta cuando marcha a Madrid a mediados de esa década, junto con un pintoresquismo costumbrista rococó derivado de su nuevo trabajo como pintor de cartones para los tapices de la manufactura real de Santa Bárbara. El magisterio en esta actividad y en otras relacionadas con la pintura de corte lo imponía Mengs, y el pintor español más reputado era Francisco Bayeu, que fue cuñado de Goya.

Una grave enfermedad que le aqueja en 1793 le lleva a acercarse a una pintura más creativa y original, que expresa temáticas menos amables que los modelos que había pintado para la decoración de los palacios reales. Una serie de cuadritos en hojalata, a los que él mismo denomina de capricho e invención, inician la fase madura de la obra del artista y la transición hacia la estética romántica.


Contexto histórico del último tercio del siplo XVIII y primer tercio del siglo XIX en España.

Además, su obra refleja el convulso periodo histórico en que vive, particularmente la Guerra de la Independencia, de la que la serie de estampas de Los desastres de la guerra es casi un reportaje moderno de las atrocidades cometidas y componen una visión exenta de heroísmo donde las víctimas son siempre los individuos de cualquier clase y condición.

Gran popularidad tiene su Maja desnuda, en parte favorecida por la polémica generada en torno a la identidad de la bella retratada. De comienzos del siglo XIX datan también otros retratos que emprenden el camino hacia el nuevo arte burgués. Al final del conflicto hispano-francés pinta dos grandes cuadros a propósito de los sucesos del levantamiento del dos de mayo de 1808, que sientan un precedente tanto estético como temático para el cuadro de historia, que no solo comenta sucesos próximos a la realidad que vive el artista, sino que alcanza un mensaje universal.

Pero su obra culminante es la serie de pinturas al óleo sobre el muro seco con que decoró su casa de campo (la Quinta del Sordo), las Pinturas negras. En ellas Goya anticipa la pintura contemporánea y los variados movimientos de vanguardia que marcarían el siglo XX.


Descriopción de obras de Goya que tengan relación con personajes o acontecimientos históricos.



LA FAMILIA DE CARLOS IV. Cuadro de gran complejidad, el recuerdo de Las Meninas de Velázquez está presente en Goya al realizar estos retratos de los miembros de la familia real. Sobre estas líneas aparece una parte de la obra, en la que se aprecia al infante Carlos María Isidro, al futuro Fernando VII y a la infanta María Josefa de Borbón. Al fondo aparece el propio Goya. 1800-1801. Museo del Prado


LA MAJA VESTIDA. Identificada, tradicionalmente, junto a su compañera, La maja desnuda, con la duquesa de Alba, se cree que estos lienzos podrían haber sido pintados en el palacio del Rocío de Sanlúcar de Barrameda y que fueron adquiridos por Godoy tras la muerte de la duquesa. 1801. Museo del Prado.




La maja desnuda es una de las más célebres obras de Francisco de Goya y Lucientes. El cuadro es una obra de encargo pintada antes de 1800, en un periodo que estaría entre 1790 y 1800.




El cuadro Saturno devorando a un hijo es una de las pinturas al óleo sobre revoco que formó parte de la decoración de los muros de la casa que Francisco de Goya adquirió en 1819 llamada la Quinta del Sordo y, por tanto, pertenece a la serie de las Pinturas negras.

EL 3 y 2 DE MAYO EN MADRID. Tras la revuelta popular contra el Ejército francés del 2 de mayo, se sucedieron los fusilamientos. El "escarmiento público" finalizó en la montaña del Príncipe Pío. Goya y su criado Trucha se dirgieron a la proximidad del Manzanares donde el artista tomó apuntes. 1814. Museo del Prado.



La carga de los Mamelucos
Francisco de Goya, 2 de mayo 1808.

En esta escena se representa un ataque de las masas populares a un grupo de mamelucos, soldados egipcios mercenarios a las órdenes de los franceses. Al escoger esta escena, Goya muestra magistralmente toda la carga de rabia y violencia que llevó a diversos elementos de las clases populares que se encontraban en Madrid, a salir a la calle a pelear armados con cuchillos contra un ejército bien pertrechado y armado, ejército que constituía la élite de la Europa del momento, al mezclarlo además con el elemento de “odio” hacia el musulmán, que enlazaba con la interpretación tradicional de la “Reconquista cristiana” de España.



El Quitasol
Francisco de Goya,1777

Representa una muchacha sentada en un ribazo, con un perrillo en el Alda, a su lado un muchacho en pie haciéndole sombra con un quitasol.


La Gallinita Ciega
Francisco de Goya, 1789

El cuadro muestra muchachos y muchachas jugando al popular pasatiempo de «la gallina ciega», con un personaje vendado en el centro que intenta tentar a los demás, que bailan en corro, con una gran cuchara.

Estudio de la época a través de fragmentos de obras literarias.

XXVI

El primer movimiento hostil del pueblo reunido fue rodear a un oficial francés que a la sazón atravesó por la plaza de la Armería. Bien pronto se unió a aquél otro oficial español que acudía como en auxilio del primero. Contra ambos se dirigió el furor de hombres y mujeres, siendo estas las que con más denuedo les hostilizaban; pero al poco rato una pequeña fuerza francesa puso fin a aquel incidente. Como avanzaba la mañana, no quise ya perder más tiempo, y traté de seguir mi camino; mas no había pasado aún el arco de la Armería, cuando sentí un ruido que me pareció cureñas en acelerado rodar por calles inmediatas.

-¡Que viene la artillería! -clamaron algunos.

La calle Mayor y las contiguas ofrecían el aspecto de un hervidero de rabia imposible de describir por medio del lenguaje. El que no lo vio, renuncie a tener idea de semejante levantamiento. Después me dijeron que entre 9 y 11 todas las calles de Madrid presentaban el mismo aspecto; habíase propagado la insurrección como se propaga la llama en el bosque seco azotado por impetuosos vientos. Algunas veces esta superioridad de los madrileños era tan grande, que no podía menos de ser generosa; pues cuando los enemigos aparecían en número escaso, se abría para ellos un portal o tienda donde quedaban a salvo, y muchos de los que se alojaban en las casas de aquella calle debieron la vida a la tenacidad con que sus patronos les impidieron la salida.

No se salvaron tres de a caballo que corrían a todo escape hacia la Puerta del Sol. Se les hicieron varios disparos; pero irritados ellos cargaron sobre un grupo apostado en la esquina del callejón de la Chamberga, y bien pronto viéronse envueltos por el paisanaje. De un fuerte sablazo, el más audaz de los tres abrió la cabeza a una infeliz maja en el instante en que daba a su marido el fusil recién cargado, y la imprecación de la furiosa mujer al caer herida al suelo, espoleó el coraje de los hombres. La lucha -245- se trabó entonces cuerpo a cuerpo y a arma blanca.

Entretanto yo corrí hacia la Puerta del Sol buscando lugar más seguro, y en los portales de Pretineros encontré a Chinitas. La Primorosa salió del grupo cercano exclamando con frenesí:

-¡Han matado a Bastiana! Más de veinte hombres hay aquí y denguno vale un rial. Canallas; ¿para qué os ponéis bragas si tenéis almas de pitiminí?

-Mujer -dijo Chinitas cargando su escopeta- quítate de en medio. Las mujeres aquí no sirven más que de estorbo.

-Cobardón, calzonazos, corazón de albondiguilla -dijo la Primorosa pugnando por arrancar el arma a su marido-. Con el aire que hago moviéndome, mato yo más franceses que tú con un cañón de a ocho.

Entonces uno de los de a caballo se lanzó al galope hacia nosotros blandiendo su sable.

-¡Menegilda!, ¿tienes navaja? -exclamó la esposa de Chinitas con desesperación.

-Tengo tres, la de cortar, la de picar y el cuchillo grande.

-¡Aquí estamos, espanta-cuervos! -gritó la maja tomando de manos de su amiga un cuchillo carnicero cuya.

Chinitas, herido en la frente y con una oreja menos, se había retirado como a unas diez varas más allá, y cargaba un fusil en el callejón del Triunfo, mientras la Primorosa le envolvía un pañuelo en la cabeza, diciéndole:

-Si te moverás al fin. No parece sino que tienes en cada pata las pesas del reló de Buen Suceso.

El amolador se volvió hacia mí y me dijo:

-Gabrielillo, ¿qué haces con ese fusil? ¿Lo tienes en la mano para escarbarte los dientes?

En efecto, yo tenía en mis manos un fusil sin que hasta aquel instante me hubiese dado cuenta de ello. ¿Me lo habían dado? ¿Lo tomé yo? Lo más probable es que lo recogí maquinalmente, hallándose cercano al lugar de la lucha, y cuando caía sin duda de manos de algún combatiente herido; pero mi turbación y estupor eran tan grandes ante aquella escena, que ni aun acertaba a hacerme cargo de lo que tenía entre las manos.

-¿Pa qué está aquí esa lombriz? -dijo la Primorosa -247- encarándose conmigo y dándome en el hombro una fuerte manotada-. Descosío: coge ese fusil con más garbo. ¿Tienes en la mano un cirio de procesión?

-Vamos: aquí no hay nada que hacer -afirmó Chinitas, encaminándose con sus compañeros hacia la Puerta del Sol.

Echeme el fusil al hombro y les seguí. La Primorosa seguía burlándose de mi poca aptitud para el manejo de las armas de fuego.

-¿Se acabaron los franceses? -dijo una maja mirando a todos lados-. ¿Se han acabado?

-No hemos dejado uno pa simiente de rábanos -contestó la Primorosa-. ¡Viva España y el Rey Fernando!

En efecto, no se veía ningún francés en toda la calle Mayor; pero no distábamos mucho de las gradas de San Felipe, cuando sentimos ruido de tambores, después ruido de cornetas, después pisadas de caballos, después estruendo de cureñas rodando con precipitación. Había llegado el momento de que los paisanos de la calle Mayor pudieran contar el número de armas que apuntaban a sus pechos, porque por la calle de la Montera apareció un cuerpo de ejército, por la de Carretas otro, y por la Carrera de San Jerónimo el tercero, que era el más formidable.

-¿Son muchos? -preguntó la Primorosa.

-Muchísimos, y también vienen por esta calle. Allá por Platerías se siente ruido de tambores.

Frente a nosotros y a nuestra espalda teníamos a los infantes, a los jinetes y a los artilleros de Austerlitz. Viéndoles, la Primorosa reía; pero yo... no puedo menos de confesarlo... yo temblaba.

XXVII

Llegar los cuerpos de ejército a la Puerta del Sol y comenzar el ataque, fueron sucesos ocurridos en un mismo instante. Yo creo que los franceses, a pesar de su superioridad numérica y material, estaban más aturdidos que los españoles; así es que en vez de comenzar poniendo en juego la caballería, -249- hicieron uso de la metralla desde los primeros momentos.

-Ven acá, Judas Iscariote -exclamó la Primorosa, -250- dirigiendo los puños hacia un mameluco que hacía estragos en el portal de la c asa de Oñate-. ¡Y no hay quien te meta una libra de pólvora en el cuerpo! ¡Eh, so estantigua!, ¿pa qué le sirve ese chisme? Y tú, Piltrafilla, echa fuego por ese fusil, o te saco los ojos.

Las imprecaciones de nuestra generala nos obligaban a disparar tiro tras tiro.

Pero aquel fuego mal dirigido no nos valía gran cosa, porque los mamelucos habían conseguido despejar a golpes gran parte de la calle, y adelantaban de minuto en minuto.

-A ellos, muchachos -exclamó la maja, adelantándose al encuentro de una pareja de jinetes, cuyos caballos venían hacia nosotros.

Quedé desarmado en el mismo momento en que una fuerte embestida de los franceses nos hizo recular a la acera de San Felipe el Real. El anciano noble fue herido junto a mí: quise sostenerle; pero deslizándose de mis manos, cayó exclamando: «¡Muera Napoleón! ¡Viva España!». Aquel instante fue terrible, porque nos acuchillaron sin piedad; pero quiso mi buena estrella, que siendo yo de los más cercanos a la pared, tuviera delante de mí una muralla de carne humana que me defendía del plomo y del hierro. En cambio era tan fuertemente comprimido contra la pared, que casi llegué a creer que moría aplastado. Aquella masa de gente se replegó por la calle Mayor, y como el violento retroceso nos obligara a invadir una casa de las que hoy deben tener la numeración desde el 21 al 25, entramos decididos a continuar la lucha desde los balcones. . En el piso segundo un padre anciano, sosteniendo a sus dos hijas que medio desmayadas se abrazaban a sus rodillas, nos decía: «Haced fuego; coged lo que os convenga. Aquí tenéis pistolas; aquí tenéis mi escopeta de caza. Arrojad mis muebles por el balcón, y perezcamos todos y húndase mi casa si bajo sus escombros ha de quedar sepultada esa canalla. ¡Viva Femando! ¡Viva España! ¡Muera Napoleón!».

Estas palabras reanimaban a las dos doncellas, y la menor nos conducía a una habitación contigua, desde donde podíamos dirigir mejor el fuego. Pero nos escaseó la pólvora, nos faltó al fin, y al cuarto de hora de nuestra entrada ya los mamelucos daban violentos golpes en la puerta.

-Quemad las puertas y arrojadlas ardiendo a la calle -nos dijo el anciano-. Ánimo, hijas mías. No lloréis. En este día el llanto es indigno aun en las mujeres. ¡Viva España! ¿Vosotras sabéis lo que es -253- España? Pues es nuestra tierra, nuestros hijos, los sepulcros de nuestros padres, nuestras casas, nuestros reyes, nuestros ejércitos, nuestra riqueza, nuestra historia, nuestra grandeza, nuestro nombre, nuestra religión. Pues todo esto nos quieren quitar. ¡Muera Napoleón!

Entretanto los franceses asaltaban la casa, mientras otros de los suyos cometían las mayores atrocidades en la de Oñate.

-Ya entran, nos cogen y estamos perdidos -exclamamos con terror, sintiendo que los mamelucos se encarnizaban en los defensores del piso bajo.

-Subid a la buhardilla -nos dijo el anciano con frenesí- y saliendo al tejado, echad por el cañón de la escalera todas las tejas que podáis levantar. ¿Subirán los caballos de estos monstruos hasta el techo?

Las dos muchachas, medio muertas de terror, se enlazaban a los brazos de su padre, rogándole que huyese.

-¡Huir! -exclamaba el viejo-. No, mil veces no. Enseñemos a esos bandoleros cómo se defiende el hogar sagrado. Traedme fuego, fuego, y apresarán nuestras cenizas, no nuestras personas.

Los mamelucos subían. Estábamos perdidos. Yo me acordé de la pobre Inés, y me sentí más cobarde que nunca. Al ruido, acudí allá velozmente, con la esperanza de encontrar escapatoria, y en efecto vi que habían abierto en la medianería un gran agujero, por donde podía pasarse a la casa inmediata. Nos hablaron de la otra parte, ofreciéndonos socorro, y nos apresuramos a pasar; pero antes de que estuviéramos del opuesto lado sentimos, a los mamelucos y otros soldados franceses vociferando en las habitaciones principales: oyose un tiro; después una de las muchachas lanzó un grito espantoso y desgarrador. Lo que allí debió ocurrir no es para contado.

Cuando pasamos a la casa contigua, con ánimo de tomar inmediatamente la calle, nos vimos en una habitación pequeña y algo oscura, donde distinguí dos hombres, que nos miraban con espanto. Yo me aterré también en su presencia, porque eran el uno el licenciado Lobo, y el otro Juan de Dios.

Habíamos pasado a una casa de la calle de Postas, a la misma casa en cuyo cuarto entresuelo había yo vivido hasta el día anterior al servicio de los Requejos. Estábamos en el piso segundo, vivienda del leguleyo trapisondista. El terror de este era tan grande que al vernos dijo:

-¿Están ahí los franceses? ¿Vienen ya? Huyamos.

Juan de Dios estaba también tan pálido y alterado, que era difícil reconocerle.

-255-

-¡Gabriel! -exclamó al verme-. ¡Ah!, tunante; ¿qué has hecho de Inés?

-Los franceses, los franceses -exclamó Lobo saliendo a toda prisa de la habitación y bajando la escalera de cuatro en cuatro peldaños-. ¡Huyamos!

La esposa del licenciado y sus tres hijas, trémulas de miedo, corrían de aquí para allí, recogiendo algunos objetos para salir a la calle. No era ocasión de disputar con Juan de Dios, ni de darnos explicaciones sobre los sucesos de la madrugada anterior, así es que salimos a todo escape, temiendo que los mamelucos invadieran aquella casa.

El mancebo no se separaba de mí, mientras que Lobo, harto ocupado de su propia seguridad, se cuidaba de mi presencia tanto como si yo no existiera.

-¿A dónde vamos? -preguntó una de las niñas al salir-. ¿A la calle de San Pedro la Nueva, en casa de la primita?

-¿Estáis locas? ¿Frente al parque de Monteleón?

-Allí se están batiendo -dijo Juan de Dios-. Se ha empeñado un combate terrible, porque la artillería española no quiere soltar el parque.

-¡Dios mío! ¡Corro allá! -exclamé sin poderme contener.

-¡Perro! -gritó Juan de Dios, asiéndome por un brazo-. ¿Allí la tienes guardada?

-Sí, allí está -contesté sin vacilar-. Corramos.

-256-

Juan de Dios y yo partimos como dos insensatos en dirección a mi casa.

En nuestra carrera no reparábamos en los mil peligros que a cada paso ofrecían las calles y plazas de Madrid, y andábamos sin cesar, tomando las vías más apartadas del centro, con tantas vueltas y rodeos, que empleamos cerca de dos horas para llegar a la puerta de Fuencarral por los pozos de nieve.

En la calle de Fuencarral el gentío era grande, y todos corrían hacia arriba, como en dirección al parque. Oíanse fuertes descargas, que aterraron a mi acompañante, y cuando embocamos a la calle de la -260- Palma por la casa de Aranda, los gritos de los héroes llegaban hasta nuestros oídos.

Era entre doce y una. Dando un gran rodeo pudimos al fin entrar en la calle de San José, y desde lejos distinguí las altas ventanas de mi casa entre el denso humo de la pólvora.

-No podemos subir a nuestra casa -dije a Juan de Dios-, a menos que no nos metamos en medio del fuego.

-¡En medio del fuego! ¡Qué horror! No: no expongamos la vida. Veo que también hacen fuego desde algún balcón. Escondámonos, Gabriel.

-No avancemos. Parece que cesa el fuego.

-Tienes razón. Ya no se oyen sino pocos tiros, y me parece que oigo decir: «victoria, victoria».

-Sí, y el paisanaje se despliega, y vienen algunos hacia acá. ¡Ah! ¿No son franceses aquellos que corren hacia la calle de la Palma? Sí: ¿no ve Vd. los sombreros de piel?

-Vamos allá. ¡Qué algazara! Parece que están contentos. Mira cómo agitan las gorras aquellos que están en el balcón.

-Inés, allí está Inés, en el balcón de arriba, arriba... Allí está: mira hacia el parque, parece que tiene miedo y se retira. También sale a curiosear don Celestino. Corramos y ahora nos será fácil entrar en la casa.

Después de una empeñada refriega, el combate -261- había cesado en el parque con la derrota y retirada del primer destacamento francés que fue a atacarlo. Pero si el crédulo paisanaje se entregó a la alegría creyendo que aquel triunfo era decisivo; los jefes militares conocieron que serían bien pronto atacados con más fuerzas, y se preparaban para la resistencia. Juan de Dios permaneció un rato en el umbral, medio cuerpo fuera y dentro el otro medio, con el sombrero en la mano, el rostro pálido y contraído, la actitud embarazosa, sin atreverse a hablar ni tampoco a retirarse, mientras que Inés, enteramente ocupada de mi vuelta, no ponía en él la menor atención. -262-

-Aquí, Gabriel -me dijo el clérigo-, hemos presenciado escenas de grande heroísmo. Los franceses han sido rechazados. Por lo visto, Madrid entero se levanta contra ellos.

Al decir esto, una detonación terrible hizo estremecer la casa.

-¡Vuelven los franceses! Ese disparo ha sido de los nuestros, que siguen decididos a no entregarse. Dios y su santa Madre, y los cuatro patriarcas y los cuatro doctores nos asistan.

Juan de Dios continuaba en la puerta, sin que mis dos amigos, hondamente afectados por el próximo peligro hicieran caso de su presencia.

Hubo un momento de silencio, durante el cual no oí más voces que las de algunas mujeres, entre las cuales reconocí la de la Primorosa, enronquecida por la fatiga y el perpetuo gritar. Cuando en aquel breve respiro me aparté de la ventana, vi a Juan de Dios completamente desvanecido. Inés estaba a su lado, presentándole un vaso de agua.

-Este buen hombre -dijo la muchacha- ha perdido el tino. ¡Tan grande es su pavor! Verdad que la cosa no es para menos. Yo estoy muerta. ¿Se ha acabado, Gabriel? Ya no se oyen tiros. ¿Ha concluido todo? ¿Quién ha vencido?

Un cañonazo resonó estremeciendo la casa. A Inés cayósele el vaso de las manos, y en el mismo instante entró D. Celestino, que observaba la lucha desde otra habitación de la casa.

-Es la artillería francesa -exclamó-. Ahora es ella. Traen más de doce cañones. ¡Jesús, María y José nos amparen! Van a hacer polvo a nuestros valientes paisanos. ¡Señor de justicia! ¡Virgen María, santa patrona de España!

Juan de Dios abrió sus ojos buscando a Inés con una mirada calmosa y apagada como la de un enfermo. Ella, en tanto, puesta de rodillas ante la imagen, derramaba abundantes lágrimas.

Inés hizo un movimiento como para detenerme pero sin duda su admirable buen sentido comprendió cuánto habría desmerecido a mis propios ojos cediendo a los reclamos de la debilidad, y se contuvo ahogando todo sentimiento. Juan de Dios, que al volver de su desmayo era completamente extraño a la situación que nos encontrábamos, y no parecía tener ojos ni oídos más que para espectáculos y voces de su propia alma, se adelantó hacia Inés con ademán embarazoso, y le dijo:

-Pero Gabriel la habrá enterado a Vd. de todo. ¿La he ofendido a Vd. en algo? Bien habrá comprendido Vd...

-Este caballero -dijo Inés- está muerto de miedo, y no se moverá de aquí. ¿Quiere Vd. esconderse en la cocina?

-¡Miedo! ¡Que yo tengo miedo! -exclamó el mancebo con un repentino arrebato que le puso encendido como la grana-. ¿A dónde vas, Gabriel?

-A la calle -respondí saliendo-. A pelear por España. Yo no tengo miedo.

-Ni yo, ni yo tampoco -afirmó resuelta, furiosamente Juan de Dios corriendo detrás de mí.


Incorporación de algún documento audiovisual sobre la época.


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